Divina Misericordia

jueves, 25 de junio de 2009

El obispo de Segorbe-Castellón escribe sobre la “búsqueda de la felicidad”


Todos buscamos la felicidad; y no siempre la encontramos porque la buscamos en fuentes que no la dan. Hace poco me encontré con un joven que tenía el rostro triste. Le pregunté si era feliz; él me respondió que no lo era. Toda la semana y, de modo especial, el fin de semana había buscado ser feliz; nada ni nadie había colmado su deseo de felicidad. Le propuse que meditara en aquello que dice Jesucristo al ‘joven rico’ (que tampoco era feliz): “Si quieres ser feliz, deja todo lo que tienes, ven y sígueme”. Para Cristo sólo hay un deseo y es el de que seamos felices. San Agustín buscaba ser feliz y un día encontró la fuente de esta felicidad y dice: “¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti” (Conf. 10,2029).

Sólo Dios puede saciar aquello que buscamos. Es una afirmación que no tiene cobertura informativa, ni prueba de ciencia matemática tal y como se mueven hoy ciertos parámetros ideológicos, pero tiene cobertura existencial puesto que la realidad va más allá de las simples afirmaciones vacías de significado y llenas de mucho engaño.

Con voz alta lo digo, lo creo y lo intento vivir con todas mis fuerzas: La felicidad auténtica viene de Dios y no del montaje efímero de nuestros ídolos aunque sean los más nobles que puedan darse en la naturaleza y en nuestra vida. Dios es lo único que no muere; lo demás fenece, y pronto. Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada.

Dios nos llama a su propia bienaventuranza que es la dicha sin fin. El Catecismo de la Iglesia católica (nº 1723) afirma que si queremos vivir felices hemos optar por actos y actitudes morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de malvados instintos y a buscar a Dios y su amor por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor.

Decía el Cardenal Newman que el dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad, el poder y la fama. Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de nuestros días, como son el poder y la notoriedad. La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo, lo que podría llamarse una fama de prensa, ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración. Es tan inconsistente este modo de proceder que al final de la jornada uno se topa consigo mismo y esto le lleva o a una fantasmagórica experiencia que sólo produce tristeza y malestar o a una razón de vivir que le pone en la clave de lo único que vale y es total plenitud.

No lo olvidemos: La felicidad sólo es posible si se basa en Dios que es su fuente.
Con mi afecto y bendición,


+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón

Fuente: Agenciasic

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