En este tercer domingo de Cuaresma, la liturgia nos ofrece uno de los textos más hermosos de la Biblia: el diálogo entre Jesús y la samaritana (cf. Jn 4, 5-42). Para saborear su riqueza es preciso leerlo y meditarlo personalmente, identificándose con aquella mujer que, un día como tantos otros, fue a sacar agua del pozo y allí se encontró a Jesús sentado, ‘cansado del camino’, en medio del calor del mediodía. “Dame de beber”, le dijo Jesús, dejándola muy sorprendida. En efecto, no era costumbre que un judío dirigiera la palabra a una mujer samaritana. Pero el asombro de la mujer iba a aumentar: Jesús le habló de un “agua viva” capaz de saciar la sed y de convertirse en ella en un “manantial de agua que salta hasta la vida eterna”; le demostró, además, que conocía su vida personal; le reveló que había llegado la hora de adorar al único Dios verdadero en espíritu y en verdad; y, por último, le aseguró que era el Mesías. Por su parte, la mujer de Samaria, cuando le pide agua, manifiesta en el fondo la necesidad de salvación presente en el corazón de toda persona. Y el Señor se revela como el que ofrece el agua viva del Espíritu, que sacia para siempre la sed de infinito de todo ser humano. Todo surge a partir de la experiencia real y sensible de la sed. El tema de la sed atraviesa todo el evangelio de san Juan: desde el encuentro con la samaritana hasta la cruz, cuando Jesús, antes de morir, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo sed” (Jn 19, 28). La sed de Cristo es una puerta de acceso al misterio de Dios, que tuvo sed para saciar la nuestra, como se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Co 8, 9). Sí, Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso, desea para nosotros todo el bien posible, y este bien es Él mismo. En cambio, la mujer samaritana representa la insatisfacción existencial y la ansiedad de quien no ha encontrado lo que busca: había tenido ‘cinco maridos’ y convivía con otro hombre; sus continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir aburrido, resignado e insatisfecho. Para esta mujer todo cambió aquel día gracias a la conversación con Jesús: ella misma le pide que le dé de beber del “agua que salta hasta la vida eterna”, y, dejando el cántaro del agua, corre a decir a la gente del pueblo: “Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?” (Jn 4, 28-29). Este episodio delinea el itinerario de fe que todos estamos llamados a recorrer. También hoy Jesús “está sediento”, es decir, desea la fe y el amor de la humanidad. Del encuentro personal con él, reconocido y acogido como Mesías, nace la adhesión a su mensaje de salvación y el deseo de difundirlo en el mundo. Abramos también en este tiempo de Cuaresma nuestro corazón a la escucha confiada de la palabra de Dios para encontrar, como la samaritana, a Jesús que nos revela su amor y nos dice: el Mesías, tu Salvador, “soy yo: el que habla contigo” (Jn 4, 26). Pidámosle el don del “agua que brota para vida eterna”: es el don del Espíritu Santo. ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza, de felicidad y de libertad! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, riega el desierto del alma inquieta e insatisfecha, “hasta que descanse en Dios”, según las célebres palabras de san Agustín. Con mi afecto y bendición, Casimiro López Llorente Obispo de Segorbe-Castellón
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