*El obispo de Segorbe-Castellón, Casimiro López Llorente, titula su carta dominical "El tesoro escondido". En ella comenta que "nuestra sociedad occidental está en crisis" y "se constata cansancio vital, hay crisis de esperanza"
Nuestra sociedad occidental está en crisis. No se trata sólo de la crisis económica, tan grave y dolorosa, o de la política o cultural; ni siquiera se trata sólo de una crisis moral y de valores sólidos. Más allá de todas y en su raíz, hay otra gran crisis que atraviesa el corazón de los hombres. Es una crisis radical, existencial, espiritual: una crisis que afecta a la vida misma, a su sentido, a su validez, a su orientación fundamental. El hombre de hoy, con mucha frecuencia, no sabe ya por qué ni para qué vive. Nuestro mundo está lleno de muchas pequeñas cosas que pugnan por hacer cómoda la vida del hombre. Pero el bienestar material y físico no llena el corazón del hombre.
Se constata cansancio vital, hay crisis de esperanza. Existe escepticismo ante el presente y el futuro, incluso ya en muchos jóvenes. Parecería que la vida no conduce a nada, que no vale la pena luchar por nada, que todo es lo mismo y que todo es superficial y, lo que es peor, que no hay que buscar nada, porque nada hay que encontrar. Trágica situación la nuestra si ya la misma juventud amanece a la vida con un escepticismo tan radical. Paradójica y ridícula la situación de nuestro mundo desarrollado, que, junto a un gran desarrollo, posee una gran pobreza espiritual.
El ser humano no puede vivir así. Después de todas las diversiones, en los momentos más serios de la vida rebrota, una y otra vez, desde lo más hondo del corazón, la pregunta por el sentido de su vida. En medio del cansancio y la desorientación actuales, el hombre siente la necesidad de un sentido, de un camino, de una razón por la que vivir y esperar, siente la necesidad de solidez, de verdad y de eternidad. No es lo duro y lo difícil lo que cansa al hombre, sino lo fácil, lo superficial, lo inane. El hombre se ahoga si no tiene un motivo para vivir y una esperanza que aliente su caminar. El esfuerzo, el dar la vida generosamente, llenan con una felicidad profunda que no dan la comodidad, el confort o la diversión.
En este contexto aparece la vigencia, más actual que nunca, de la parábola evangélica del tesoro escondido en el campo, que escuchamos en la Misa de este Domingo. Quien lo encuentra, va, vende cuanto tiene y compra el campo, para adquirir ese tesoro: es el Reino de Dios. Es el acontecimiento del encuentro con Dios mismo, la apertura a su vida, a su gracia y a su amor en Jesucristo.
Nuestra sociedad occidental está en crisis. No se trata sólo de la crisis económica, tan grave y dolorosa, o de la política o cultural; ni siquiera se trata sólo de una crisis moral y de valores sólidos. Más allá de todas y en su raíz, hay otra gran crisis que atraviesa el corazón de los hombres. Es una crisis radical, existencial, espiritual: una crisis que afecta a la vida misma, a su sentido, a su validez, a su orientación fundamental. El hombre de hoy, con mucha frecuencia, no sabe ya por qué ni para qué vive. Nuestro mundo está lleno de muchas pequeñas cosas que pugnan por hacer cómoda la vida del hombre. Pero el bienestar material y físico no llena el corazón del hombre.
Se constata cansancio vital, hay crisis de esperanza. Existe escepticismo ante el presente y el futuro, incluso ya en muchos jóvenes. Parecería que la vida no conduce a nada, que no vale la pena luchar por nada, que todo es lo mismo y que todo es superficial y, lo que es peor, que no hay que buscar nada, porque nada hay que encontrar. Trágica situación la nuestra si ya la misma juventud amanece a la vida con un escepticismo tan radical. Paradójica y ridícula la situación de nuestro mundo desarrollado, que, junto a un gran desarrollo, posee una gran pobreza espiritual.
El ser humano no puede vivir así. Después de todas las diversiones, en los momentos más serios de la vida rebrota, una y otra vez, desde lo más hondo del corazón, la pregunta por el sentido de su vida. En medio del cansancio y la desorientación actuales, el hombre siente la necesidad de un sentido, de un camino, de una razón por la que vivir y esperar, siente la necesidad de solidez, de verdad y de eternidad. No es lo duro y lo difícil lo que cansa al hombre, sino lo fácil, lo superficial, lo inane. El hombre se ahoga si no tiene un motivo para vivir y una esperanza que aliente su caminar. El esfuerzo, el dar la vida generosamente, llenan con una felicidad profunda que no dan la comodidad, el confort o la diversión.
En este contexto aparece la vigencia, más actual que nunca, de la parábola evangélica del tesoro escondido en el campo, que escuchamos en la Misa de este Domingo. Quien lo encuentra, va, vende cuanto tiene y compra el campo, para adquirir ese tesoro: es el Reino de Dios. Es el acontecimiento del encuentro con Dios mismo, la apertura a su vida, a su gracia y a su amor en Jesucristo.
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