Cae este año el día de la procesión de la sagrada imagen de la Virgen del Mar en el vigésimo segundo domingo del Tiempo ordinario del año litúrgico, en la canícula estival de agosto. El agolpamiento, a pesar de los calores que padecemos, de tantas personas a lo largo de la de estos últimos días en el santuario de la Virgen es expresión del amor que siente esta ciudad, mariana por su historia y por sus sentimientos, por Santa María, Madre de Dios y Señora nuestra. Después de celebrar la fiesta litúrgica, acompañamos hoy su sagrada imagen, a cuyo encuentro peregrinan tantas gentes venidas de la capital, de las poblaciones cercanas y de otras más alejadas dondequiera hay hijos de esta tierra que los vio nacer. Todo lo que ocurre en torno a la Virgen constituye una manifestación social de fe religiosa que se expresa como profesión pública de fe en Jesucristo.
Hoy damos gracias a Dios porque nos ha conservado la fe cristiana que profesamos, e imploramos de su misericordia la gracia de permanecer en esta fe recibida de nuestros padres. Con la ayuda de la santísima Virgen, nos proponemos conservar la fe, probada en tantas vicisitudes de nuestra historia y asumida personalmente con determinación, convencidos de que sólo podremos ser salvados por el nombre de nuestro Señor Jesucristo (cf. Hech 4,12).
La cultura de nuestro tiempo, en expresión del Papa Juan Pablo II, quiere aparecer conscientemente como una cultura “sin Dios y sin Cristo”, pero no puede ahogar el sentimiento religioso de las personas y los pueblos, porque no puede borrar “el recuerdo de las grandes obras que Dios ha hecho a favor nuestro”, ni puede por eso reprimir los sentimientos “del agradecimiento y la alabanza que por ellas le tributamos de todo corazón” (LXXIII Asamblea plenaria CEE, La fidelidad de Dios dura siempre, 28 noviembre 1999, n.11).
A pesar de las dificultades que la cultura agnóstica de nuestros días causa en la conciencia cristiana, este recuerdo y esta acción de gracias nos permiten afrontar la hora presente sin miedo, esperanzados y abiertos a un futuro que sólo Dios puede ofrecer. Contra los proyectos autosuficientes de los hombres, que obran como si Dios no existiera, estamos ciertos de que no es posible modificar la naturaleza humana sin destruirla ni ocultar la verdad de las cosas sin atentar contra Dios. Contra el ocultamiento de la verdad con malicia y evidente injusticia contra Dios, el Apóstol de las gentes nos recuerda que, al tratar de enmendar la plana a Dios, el hombre se engaña a sí mismo olvidando culpablemente que “lo necio de Dios, es más sabio que los hombres, y la debilidad de Dios más fuerte que los hombres” (1 Cor 2,25).
El libro de la Sabiduría se pregunta por el designio de Dios y afirma: “Los pensamientos humanos son mezquinos y nuestros proyectos caducos” (Sb 9,14). Esta autosuficiencia del hombre le ha llevado a proyectar una ordenación social carente de toda referencia a Dios, pero, al hacer así, el hombre de nuestros días siega la hierba bajo sus pies, resta consistencia al suelo sobre el que se yergue. Si la justicia que cabe esperar es la que podemos impartir los hombres sometiendo el derecho y la dignidad de las personas a las conveniencias e intereses de cada momento, según el equilibrio de las fuerzas sociales que entran en juego, cuando los intereses son contrapuestos, entonces no hay un futuro de justicia para el hombre.
Una sociedad en la que se oculta a Dios es una sociedad suicida, amenazada por la desesperanza de lo incierto, de un futuro sin garantía para el hombre, pues no conocer a Dios como fundamento y sentido de la vida es desconocer la razón de la esperanza y la verdad definitiva del amor, su consistencia y duración. Toda esperanza humana y todo amor sin Dios es una realidad frágil y perecedera. Las bellas palabras del Papa Benedicto XVI arrojan la claridad evangélica que ilumina la vida humana: “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento» (cf. Jn 13,1; 19,30)” (Benedicto XVI, Carta encíclica sobre la esperanza cristiana Spe salvi, n.27).
Pretender vivir sin Dios es ignorar culpablemente su presencia en la creación, reprimiendo la conciencia moral que Dios ha puesto en nuestro interior, cegar la fuente de la verdad y del bien, el manantial de la vida y del calor del corazón. Sin Dios se nubla la idea de verdad y de bien absolutos, fundamento de un vida vivida en la vedad y el amor.
Hay hechos y situaciones que a la luz de la revelación de Cristo aparecen ante la conciencia moral como “lesivos de la integridad de la vida del hombre y, por tanto, como pecado contra el Creador bueno, cuyo deseo es que el hombre tenga vida en abundancia” (La fidelidad de Dios dura siempre, n.11); pero, cuando se reconoce a Dios como fundamento de la vida, entonces se reconocen también los errores y el pecado, sin caer en la desesperanza. Es Dios quien tiene la última palabra, y allí “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom 5,20) «quia Deus semper maius», porque Dios es siempre más grande, y “está por encima de nuestra conciencia” (1 Jn 3,20).
La Iglesia, que somos todos los bautizados, no quiere ocultar sus pecados, sino que todos nos mantengamos en permanente espíritu de conversión y confiemos en la misericordia de Dios, los fieles igual que los ministros. También necesitan conversión los que desde un laicismo autocomplaciente miran los pecados de la Iglesia con satisfacción tendrán que responder ante la justicia de Dios. Los cristianos confesamos que somos pecadores y, por eso, el sacerdote suplica antes de recibir la sagrada Comunión: “No mires nuestros sus pecados, sino la fe de tu Iglesia”. La confianza que la Iglesia tiene puesta en Dios descansa sobre la revelación de la misericordia divina en la cruz de Cristo, misericordia que no anula sino que “triunfa sobre el juicio” (Sant 2,13), porque el amor de Cristo ha cargado con nuestros pecados y en su sacrificio Dios ha aniquilado nuestras culpas; de modo que Cristo “murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para él, que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5,15). Es lo que quiere decir el autor de la carta a los Hebreos, que hemos escuchado: “Vosotros no os habéis acercado a un fuego encendido (…) Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo (…) y al Mediador de la nueva Alianza, Jesús” (Hb 12,18.22.24). Dios no nos ha hablado desde la tormenta de densos nubarrones como a Moisés y a los israelitas en el desierto, sino por medio de Jesucristo, que habla palabras de Dios en palabras de los hombres, en gestos de amor y de misericordia, que nos manifiestan el amor de Dios por nosotros.
María es la gran figura de la ciudad de nueva de Jerusalén, ella es la imagen de la Iglesia como congregación de los santos y humanidad redimida y salvada por Cristo; y, por eso, María es el modelo del discípulo que acoge en la fe la gracia como revelación del amor de Dios. Convencida de su pequeñez, acepta agradecida el designio de Dios sobre ella y prorrumpe en alabanza, “porque ha mirado la humillación de su sierva” (Lc 1,48). La actitud de María es la contraria a la de aquellos que se apresuran a ocupar los primeros puestos en el banquete ofrecido a Jesús por uno de los principales fariseos. La humildad de María encarna la actitud aconsejada por la sabiduría divina, que invita a proceder con humildad y hacerse pequeño en las grandezas humanas para alcanzar el favor de Dios, que “revela sus secretos a los humildes” (Eclo 3,29). Esta es la actitud que Santiago aconseja a los cristianos: “Humillaos ante el Señor y el os ensalzará” (Sant 4,10).
Contra una cultura de la pasión por la riqueza y la acumulación de poder, asentada sobre el placer como objetivo inmediato, la crisis económica, social y moral que padecemos desvela que detrás de esta situación de necesidad y grave desorden hay también culpa de los hombres. Los proyectos humanos carecen de consistencia y están expuestos al fracaso, porque todo lo humano está marcado por la ambigüedad y amenazado por el pecado. El egoísmo y la búsqueda del propio interés, la burla de las leyes justas, destinadas salvaguardar el bien común, los crímenes contra la vida, las ofensas contra la dignidad humana y la falta de aprecio, cuando no el desprecio explícito de los derechos humanos y valores morales que han de regir una vida honrada y grata a Dios, y otras actitudes y hechos similares, son clara manifestación de la culpa del hombre, de su condición pecadora. Por ello, el hombre tendrá que responder ante la justicia de Dios, que no podrá ignorar. La justicia divina será inexorable, porque un mundo a merced del cinismo del poder y de las ideologías, que sólo descansara sobre su propia justicia, dice Benedicto XVI, sería un mundo sin esperanza de la única verdadera justicia, que es la justicia eterna de Dios.
Precisamente, el juicio de Dios es motivo de esperanza para la humanidad, añade el Papa, porque es justicia y es también gracia (Spe salvi, n.47). Esperamos la salvación de la misericordia de Dios, pero no habrá misericordia sin reconocimiento humilde de nuestras limitaciones y pecados. Si no reconocemos ante Dios que no nos es posible vivir sin Él, porque la voluntad de Dios y su designio de amor son la única garantía de nuestro futuro. Dios es rico en perdón y misericordia, y dice al que a él se acerca confiado: “Yo tengo designios de paz, y no de aflicción, de daros un porvenir de esperanza” (cf. Jer 29,11). Paz que es salvación eterna.
Con María, Estrella del Mar y de la santa Esperanza, queremos reconocer en Cristo crucificado el inmenso amor de Dios por el mundo; y con ella, elevada al cielo con su Hijo, confiamos a Dios nuestra fe en el triunfo de la vida, porque creemos que la victoria de Cristo resucitado sobre la muerte es aniquilación del pecado. Con María, “mujer eucarística”, esperamos que el pan que ahora vamos a consagrar para entregarlo a todos, convertido en el Cuerpo y Sangre de Cristo, dé a cuantos se acercan a la mesa del altar la fuerza que renueve nuestras vidas necesitadas de Dios.
Que la Virgen del Mar, nuestra Patrona, así nos lo obtenga de su divino Hijo y nos ampare en la vida y en la muerte. Amén.
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
Fuente: agenciasic.es
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