En la Solemnidad de todos los Santos, la Iglesia nos invita a celebrar el gozo celestial de todos los santos. Son una muchedumbre innumerable: son los santos reconocidos de forma oficial, pero también los innumerables santos anónimos de todo tiempo y lugar, que han acogido a Dios y su amor, su amistad y su vida, y se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina en su vida terrenal.
San Bernardo, en una homilía sobre el Día de todos los santos, dice: "Nuestros santos no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos". El significado de la fiesta de todos los santos consiste, pues, en que, al contemplar su ejemplo, se suscite en nosotros el gran deseo de ser como ellos: felices por vivir en Dios, en su amistad y en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir en Dios y con Dios, es decir vivir en su amistad y en su familia.
Todos estamos llamados a la santidad. No es cosa para unos pocos elegidos. Nos lo ha dicho muchas veces la Iglesia. De una manera especial lo recalcó el concilio Vaticano II. Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? Para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Para ser santo es necesario, ante todo, recuperar a Dios en nuestra vida, creyendo y confiando plenamente en Él; es necesario dejar a Dios el lugar que le corresponde para que en cada ser humano, creado 'a imagen de Dios', brille la imagen divina. Los cristianos, por el bautismo, somos hijos suyos, participamos ya de su misma vida, de su amor, de su gracia y de su amistad. Es una vida nueva que pide ser acogida, y madurar y crecer en el encuentro personal con Cristo Jesús, la adhesión a Él, la acogida de su Palabra y de sus Sacramentos, el seguimiento de Jesús en el seno de la Iglesia y el vivir en el día a día el mandamiento nuevo del amor a Dios y al prójimo y el sendero de las bienaventuranzas, sin desalentarse ante la dificultad.
La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo. Quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra la vida (cf. Jn 12, 24-25). Benedicto XVI ha dicho que la santidad consiste en dejar que Dios lleve nuestra carga. Es una forma de expresar la primacía de la gracia, pero también muestra la confianza de quien se sabe totalmente en manos de Dios. Los santos, dóciles a los designios divinos, han afrontado pruebas y sufrimientos, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, vienen de la gran tribulación y sus nombres están escritos en el libro de la Vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso, la unión eterna y feliz con Dios.
Los santos son un estímulo a seguir el mismo camino y experimentar la alegría de quien se fía de Dios. Porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Dios. La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios. Dios nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. Respondamos al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos. Acojamos su vida, su gracia y su amor con amor. Seamos santos. Y esto nos impulsará a amar también a nuestros hermanos.
Con mi afecto y bendición,
XCasimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
San Bernardo, en una homilía sobre el Día de todos los santos, dice: "Nuestros santos no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos". El significado de la fiesta de todos los santos consiste, pues, en que, al contemplar su ejemplo, se suscite en nosotros el gran deseo de ser como ellos: felices por vivir en Dios, en su amistad y en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir en Dios y con Dios, es decir vivir en su amistad y en su familia.
Todos estamos llamados a la santidad. No es cosa para unos pocos elegidos. Nos lo ha dicho muchas veces la Iglesia. De una manera especial lo recalcó el concilio Vaticano II. Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? Para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Para ser santo es necesario, ante todo, recuperar a Dios en nuestra vida, creyendo y confiando plenamente en Él; es necesario dejar a Dios el lugar que le corresponde para que en cada ser humano, creado 'a imagen de Dios', brille la imagen divina. Los cristianos, por el bautismo, somos hijos suyos, participamos ya de su misma vida, de su amor, de su gracia y de su amistad. Es una vida nueva que pide ser acogida, y madurar y crecer en el encuentro personal con Cristo Jesús, la adhesión a Él, la acogida de su Palabra y de sus Sacramentos, el seguimiento de Jesús en el seno de la Iglesia y el vivir en el día a día el mandamiento nuevo del amor a Dios y al prójimo y el sendero de las bienaventuranzas, sin desalentarse ante la dificultad.
La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo. Quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra la vida (cf. Jn 12, 24-25). Benedicto XVI ha dicho que la santidad consiste en dejar que Dios lleve nuestra carga. Es una forma de expresar la primacía de la gracia, pero también muestra la confianza de quien se sabe totalmente en manos de Dios. Los santos, dóciles a los designios divinos, han afrontado pruebas y sufrimientos, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, vienen de la gran tribulación y sus nombres están escritos en el libro de la Vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso, la unión eterna y feliz con Dios.
Los santos son un estímulo a seguir el mismo camino y experimentar la alegría de quien se fía de Dios. Porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Dios. La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios. Dios nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. Respondamos al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos. Acojamos su vida, su gracia y su amor con amor. Seamos santos. Y esto nos impulsará a amar también a nuestros hermanos.
Con mi afecto y bendición,
XCasimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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